Cuenta la leyenda que dos profesores estaban discutiendo un día sobre si el altruismo realmente existe.
Uno de ellos (el zoólogo Richard Alexander), conocido por sus trabajos sobre los orígenes de la moralidad humana, defendía que sí. Que las motivaciones puramente morales existen: «Claro que existen. Al venir hacia aquí, alargué el paso para evitar pisar una fila de hormigas: ¿no es eso puramente altruista?». A lo que su compañero (cuyo nombre no ha trascendido) respondió: «Podría haberlo sido… hasta el momento en que me lo has contado con orgullo».
La anécdota la transcribe otro gran estudioso de la moralidad, el psicólogo Paul Bloom, en su magnífico y recién publicado libro The Human Mind.
Yo llegaría incluso un poco más lejos que adonde quería llegar el anónimo profesor: aunque Alexander nunca hubiese contado a nadie su gesto hacia las indefensas hormigas, en realidad ya se lo había contado a sí mismo, lo cual le habría servido para alimentar la buena opinión sobre su persona. Y eso abre interrogantes lícitos sobre si su acción fue puramente desinteresada…
¿Existe el altruismo?
Sí, por supuesto. Si nos atenemos a la definición, un acto altruista supone un coste para quien lo lleva a cabo y un beneficio para quien recibe los efectos de dicho acto. Y todos podemos contemplar a diario directamente decenas de actos que responden a esa descripción. Actos caritativos, actos que implican un gran sacrificio para quien los lleva a cabo o, sencillamente, actos amables.
Pero vayamos más allá. ¿Cuáles serían los orígenes del altruismo?
Si adoptamos una perspectiva evolutiva, hemos de empezar teniendo en cuenta la llamada selección de parentesco. Seguiré en este párrafo la analogía usada por el propio Paul Bloom. Supongamos (y esta forma de contarlo es, obviamente, una enorme simplificación) que solo tenemos dos variantes de un gen. La variante A crea animales que protegen a su prole de cualquier peligro. Y la variante B lleva a quienes la poseen a devorar a sus hijos. Tan solo una generación después, la única variante que encontraremos en el acervo genético será la A.
Así que aquellos genes que predispongan a un animal a cuidar abnegadamente de su prole pueden extenderse, con el paso de las generaciones, a toda la especie, aunque ello suponga un enorme coste para el propio animal (animal, vegetal o bacteria, ya que la selección de parentesco está presente en cualquier rama de la vida). La selección natural ha favorecido la evolución de la tendencia a ayudar a nuestros descendientes más que a personas desconocidas. El nepotismo, omnipresente en la historia de la humanidad, da fe de ello. La sangre es más espesa que el agua, dicen los ingleses.
Pero los actos altruistas no se limitan solo a nuestra familia, por supuesto. ¿Cómo podría haber evolucionado la generosidad entre no-parientes?
La teoría del altruismo recíproco del biólogo Robert Trivers afirma que los mecanismos psicológicos necesarios para comportarse de forma generosa con no-familiares pueden evolucionar siempre que se prevea que vaya a haber reciprocidad en algún momento futuro.
Imaginemos a dos personas que salen por separado a revisar sus trampas para conejos. El éxito de la empresa no está asegurado. Una de ellas consigue varias piezas; la otra, ninguna. Si la primera comparte su carne con la segunda, estará incurriendo en un coste para ella y su prole (aunque es un coste relativo, ya que el exceso de carne puede echarse a perder). Y estará generando un gran beneficio para la segunda y su familia. Si el viento de la fortuna cambia el día siguiente, es probable que sea la segunda quien se muestre generosa con la primera.
Quienes en el curso de nuestra historia evolutiva participaran en esos intercambios de altruismo recíproco tendieron a sobrevivir más y a tener más descendencia que los que no entendiesen el juego y se comportasen siempre de forma egoísta. Así, la predisposición al altruismo pudo haber ido extendiéndose generación a generación, tanto por vía de la herencia genética como de la transmisión cultural (en los recuerdos de nuestras infancias es habitual que aparezcan los adultos más próximos a nosotros animándonos a ser generosos con nuestros amigos).
Naturalmente, el altruismo recíproco es muy vulnerable a los ventajistas, a aquellos que quieren recoger los frutos de los demás sin colaborar cuando les toque. Por ello, tiene todo el sentido que para detectar y frenar a los tramposos haya evolucionado una actividad social universal como el cotilleo (detección) y unas emociones también universales como la vergüenza y el enfado (freno). Pero hablar de las emociones sociales (ira, vergüenza, envidia, celos, gratitud, orgullo, soledad...) y de su razón de ser evolutiva queda para futuros artículos.
La moraleja de la teoría del altruismo recíproco sería que buena parte de lo que en apariencia podría pasar por altruismo es, en realidad, cooperación diferida en el tiempo. Obviamente, que el altruismo (uno de nuestros más nobles impulsos morales, uno de los mejores ingredientes de las historias que los humanos nos contamos sobre nosotros mismos) tenga su origen en (y pueda ser explicado por) la lógica económica de un intercambio mutuamente beneficioso no es fácil de aceptar. Pero creo que el mensaje con el que hemos de quedarnos es que, en las circunstancias adecuadas, la reciprocidad puede triunfar sobre el egoísmo puro.
Además del altruismo recíproco, existe otra vía por la que puede haber evolucionado el altruismo entre no-parientes: la reciprocidad indirecta (estudiada por el mencionado Richard Alexander).
En el altruismo recíproco, la devolución de un favor la realiza directamente el beneficiario del favor: si tú me das carne hoy, yo te daré carne mañana. En la reciprocidad indirecta, todo es más sutil: yo te doy carne hoy para que tú hables bien de mí y otros miembros de la tribu estén dispuestos a darme carne mañana. Como dice el biólogo australiano David Haig:
«Para la reciprocidad directa se necesita una cara; para la indirecta, un nombre».
Según está forma de ver las cosas, en tiempos prehistóricos ofrecer ayuda no habría sido un acto puramente altruista (si es que tal cosa existe), sino una inversión en buena reputación. Comportarse de forma generosa aumentaba nuestro prestigio, así que el altruismo era una forma inteligente de egoísmo. «Como buen egoísta, me esfuerzo por ser altruista», podría habernos dicho uno de aquellos individuos.
Pongámonos en el lugar de nuestros ancestros: la mayoría o la totalidad de las personas con las que se topaban eran gente con la que tenían que convivir el resto de sus vidas. Iba en su propio interés que se hablara bien de ellos, dada la trascendencia que el grupo tenía en su supervivencia. Transmitir la imagen de que eran dignos de confianza, de que sabían devolver los favores y de que correspondían a los gestos amables de los demás les ayudó a vivir más y mejor y a tener más descendencia. De esa forma, sin ellos saberlo, estaban transmitiendo, genética y culturalmente, esa capacidad altruista a las futuras generaciones. Actuar moralmente fue una gran estrategia (en sentido evolutivo), tanto a corto como a largo plazo.
En nuestros días, vivimos en un mundo terriblemente distinto, uno en el que nos cruzamos con más extraños durante media hora en metro que la inmensa mayoría de nuestros antepasados en toda su vida. Pero, por suerte, en este nuevo mundo mantenemos nuestra capacidad de comportarnos de forma altruista gracias a nuestra predisposición a hacerlo, fruto de una evolución que tuvo lugar durante miles de generaciones.
Así, hoy seguimos presenciando y protagonizando actos altruistas, incluso en situaciones en las que no hay ninguna posibilidad de reciprocidad, ni directa ni indirecta.
Confiemos en que sigamos siendo capaces de ello durante muchas más generaciones. Porque, al fin y al cabo, solo tenemos unos pocos años para pasar por este gran misterio que es la vida: mejor que tratemos de iluminarla con un poco de generosidad y de bondad, es decir, de belleza.
Artículo de la próxima semana: Nosotros somos los buenos.
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Excelente, Clemente. Al parecer hay animales que también muestran conductas altruistas, como chimpacés y bonobos que son parientes cercanos, pero también se ha visto en delfines y elefantes. Te dejo un video en el que un oso salva a un cuervo de morir ahogado. Me hace pensar un poco más allá de las teorías ya expuestas. te dejo el enlace del vídeo del oso en cuestión: https://youtu.be/k6KwdImrBsY?si=avt7RIrwp7CgjTMT