Así es: somos hijos del asco.
Hagamos una lista de aquello que nos genera más repulsión: orina, vómitos, cadáveres putrefactos, sangre, ratas, comida en mal estado…
Ahora, otra con algunos de los mayores vectores de transmisión de enfermedad: orina, vómitos, cadáveres putrefactos, sangre, ratas, comida en mal estado…
Los elementos de ambas listas se repiten: el asco protegió a nuestros ancestros y nos protege a nosotros de patógenos y enfermedades.
[Para quienes tengan interés en ver un repertorio completo de desencadenantes de asco, con sus siete agrupaciones básicas, este artículo y este otro del profesor de psicología Paul Rozin y su equipo son dos clásicos del tema].
Muchos de los disparadores del asco son universales, es decir, comunes a todas las culturas, y compartidos con otros animales. Lo cual es un indicio razonable de que el asco es adaptativo. Quienes a lo largo de nuestra historia evolutiva sintieran más aversión a comer carne putrefacta (por ejemplo) tuvieron más opciones de sobrevivir, de tener descendencia y de transmitir a esa descendencia sus “genes del asco”, los cuales han llegado hasta nosotros.
Además, en presencia de esos desencadenantes universales todos los humanos también compartimos las mismas expresiones faciales, las mismas náuseas y el alejamiento como reacción más habitual.
Una curiosidad: observen cómo la expresión facial del asco conlleva un arrugamiento de la nariz que bloquea la entrada por vía nasal de patógenos. (Sí, yo también ensayé mis mejores caras de asco la primera vez que leí sobre esto).
Y esa expresión facial suele ir acompañada del volteo de la cabeza en dirección opuesta al objeto causante de la repulsión. Por no hablar de las náuseas, que nos impiden ingerir nada, o que incluso nos invitan a expulsar lo que ya entró en nuestro cuerpo. Reacciones todas ellas, en fin, completamente adaptativas.
Por supuesto, independientemente de sus raíces universales y adaptativas, el asco también se aprende. Hay grandes variaciones culturales en cuanto a qué nos produce asco: lo que en algunas culturas se considera un manjar culinario genera arcadas a las personas de otras.
El psicólogo social Jonathan Haidt es otro gran estudioso del asco.
Son célebres sus estudios experimentales —suyos y de sus equipos— que trataban de descubrir si el asco influye en nuestros juicios morales.
En uno de ellos, la sala para el grupo de control estaba perfectamente limpia. En la otra sala, la preparada para hacer sentir asco a los participantes, se dispusieron contenedores llenos de cajas grasientas de pizzas y restos orgánicos de todo tipo.
Esa estrategia inicial no consiguió el objetivo buscado: los investigadores no se dieron cuenta de que los sujetos del estudio eran estudiantes universitarios, muy acostumbrados a ese tipo de olores, que no sintieron ningún asco. Haidt y su equipo tuvieron más éxito cuando, para despertar la repugnancia de los sujetos, utilizaron spray que imitaba el olor de las flatulencias.
Más allá de la anécdota, lo significativo es que los experimentos de Haidt han soportado bien el paso del tiempo y las abundantes réplicas por parte de equipos científicos de otras universidades.
El objetivo del experimento descrito arriba y del resto de estudios era someter a los sujetos a dilemas morales. Comparados con los sujetos que respondían a los cuestionarios en habitaciones con aromas neutros, quienes lo hacían en salas malolientes mostraban juicios morales marcadamente más severos. El asco influye en nuestras intuiciones y razonamientos morales.
Como afirma Leonard Mlodinow, (físico, matemático, escritor y divulgador de la conducta humana) en su libro Emotional:
«Muchos estudios sugieren que el sistema neuronal básico que regía el asco en el mundo físico se adaptó a contextos sociales. La emoción que en su origen nos protegía de ingerir comida en mal estado se convirtió también, durante el transcurso de nuestra historia evolutiva, en la guardiana del orden moral. A resultas de ello, hoy no solo sentimos asco ante comida podrida, sino también en presencia de gente podrida. En muchas culturas, tanto las palabras como las expresiones faciales utilizadas para mostrar rechazo ante sustancias repulsivas se usan también para rechazar conductas y personas socialmente inapropiadas».
Si Mlodinow, Haidt, Rozin y muchos más están en lo cierto, y el asco moldea y modifica nuestras convicciones morales, es probable que con más motivo lo hagan las llamadas emociones sociales: ira, celos, admiración, envidia, gratitud, vergüenza, soledad, orgullo, empatía, culpa…, de las que iremos hablando en futuros artículos. Posiblemente son ellas las principales impulsoras de los procesos mentales que dan origen a nuestra moral.
Así que, sí, somos hijos del asco (sin él, nuestros ancestros no habrían sobrevivido y, por tanto, difícilmente habrían podido convertirse en nuestros ancestros), pero también lo somos de todas las emociones sociales. De la cólera, por ejemplo.
Efectivamente: también somos hijos de la ira.
De forma muy breve, ya que hablaré de ella con detalle en otra ocasión: la ira fue imprescindible para nuestros antepasados. Su lógica evolutiva sería disuadir a otros de que se comporten mal con nosotros.
Si la llamada «hipótesis de la ira como recalibrador» es correcta, su función sería conseguir un mejor trato. Cuando una persona siente que ha sido maltratada por otras y muestra su indignación, lo que busca —y puede que consiga— es un tratamiento futuro más acorde a sus intereses. Que su estatus social se recalibre y aumente.
De ser así, la furia ante, por ejemplo, un insulto, equivaldría a la fiebre, a la subida de temperatura contra una infección. En ambos casos se trataría de la lucha del organismo humano por mantener su estatus: en el segundo caso, un estatus físico; en el primero, un estatus social.
Solemos ver la ira como destructiva (o, al menos, como contraproducente) en cualquier circunstancia. Pero, desde un punto de vista evolutivo, es muy presumible que si ha llegado hasta nuestros días de forma tan extendida es porque aumentó las probabilidades de supervivencia y éxito reproductivo de nuestros ancestros.
En todo el reino animal, es el acceso a recursos como la comida y a parejas sexuales el que determina qué animales sobreviven y transmiten sus genes a la siguiente generación. Nos guste o no, la realidad de nuestra historia evolutiva es que quienes fueron capaces de mostrar su cólera seguramente consiguieron porciones más grandes en la tarta de la prehistoria. Nos guste o no, fue la amenaza de dar rienda suelta a la ira la que, en parte, determinó quién poseía qué.
Y creo que entender el origen evolutivo de la ira es un buen punto de partida para gestionar y atenuar la furia de los humanos modernos, a quienes seguramente también nos vendría bien tener siempre presente esta perla de Marco Aurelio:
«Los efectos de la ira suelen ser más graves que sus causas».
Próximo artículo: Qué son los estímulos supernormales. (Sinfonías compuestas para cautivar y nunca saciar).
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