En el curso de nuestra historia evolutiva hubo personas a las que nunca les preocupó qué comerían el día siguiente.
A otras, tampoco les interesó jamás el amor, ni acumular recursos y conocimientos sobre el entorno, ni que los miembros de su tribu les tuvieran o no en alta estima. El tiempo que vivieran lo vivieron sin demasiada ansiedad.
Pues, bien, esas personas no son antepasadas nuestras. Con esas características, sus probabilidades de sobrevivir largo tiempo y de ser elegidas como parejas disminuyeron terriblemente, de forma que los genes que moldearon esos rasgos suyos, que les hacían tan indiferentes a todo, tendieron a ir desapareciendo del acervo genético.
¿Qué hacían nuestros ancestros, aquellos cuyos genes sí han llegado hasta nosotros? Respondían con pasión a los estímulos del presente. Revivían en sus cabezas los encuentros y desencuentros pasados. Anticipaban los problemas del futuro. Buscaban con ahínco comida, cópulas, afecto, prestigio, información, retos. Fantaseaban con frutales inagotables al otro lado del río y con paisajes nuevos, rebosantes de caza, tras cada cordillera.
También se enfrentaban a dilemas evolutivos difíciles. Por ejemplo, uno con el que todos los organismos nos topamos: la constante necesidad de decidir entre explotar fuentes de recursos ya conocidas (y asumir el riesgo de que se agoten) o explorar oportunidades desconocidas (que nos pueden aportar recursos nuevos, pero también peligros ocultos, quizá mortales).
Los cerebros de nuestros antepasados evolucionaron para su supervivencia y su éxito reproductivo.
Para ello, hubo ocasiones en las que les fue indispensable actuar. En otras, solo necesitaron reflexionar, o recordar los chismes de la noche anterior (que les dieron información social muy valiosa sobre quién se llevaba mal con quién), o revivir los sucesos del día. O decidir consagrar su vida a estudiar el apareamiento de la golondrina, un tema anodino para la mayoría, pero que al estudioso en cuestión le procuró en sus círculos gran fama y, con ella, más facilidad para encontrar pareja, cual una de sus golondrinas.
Pero hay algo para lo que no evolucionaron nuestros cerebros: para estar en paz mucho tiempo. Hemos sido moldeados por la evolución para tener rasgos que aumenten nuestras probabilidades de seguir vivos y de reproducirnos, aunque ello suponga una pérdida de tranquilidad. Desde esa perspectiva, paradójicamente, el aburrimiento sería una emoción con mucho sentido: querer librarnos de él nos haría buscar recursos nuevos. Por eso disfrutamos con relativa facilidad de muchas situaciones, pero con esa misma facilidad nos aburrimos de ellas y deseamos la novedad.
Las emociones desagradables (el aburrimiento es solo una de ellas) son inherentes a la condición humana. Inherentes y quizá también imposibles de erradicar, no lo sé. Puede que quienes tenemos la suerte de vivir en el primer mundo del siglo XXI hayamos de acostumbrarnos a convivir con emociones que a nuestros ancestros les fueron vitales, pero que para nosotros son más bien un problema. Bendito problema, nos dirían con razón las generaciones pasadas y una parte de la actual.
No, la mente no tiene botón de apagado. Y a esa imposibilidad de pulsarlo, dado que no existe, nos seguimos enfrentando los humanos de hoy. En palabras del escritor indobritánico Gurwinder Bhogal:
«La mente no puede estar en paz mucho tiempo, porque existe para superar obstáculos. Así que cuando no tiene preocupaciones las crea. De esa forma, resuelve el problema de no tener problemas que resolver resolviendo problemas inventados».
Se diría que cuantas más dificultades eliminamos de nuestras vidas, más luchas artificiales generamos (juegos de azar, competiciones de todo tipo, videojuegos, enfados en redes sociales con desconocidos). Parece que la mente diga querer calma, pero que en realidad necesite conflicto. Por eso creamos constantemente problemas nuevos: para satisfacer nuestra necesidad de lucha.
Nunca nos van a faltar disgustos menores, incluso inventados. Puede que resolver problemas sea la única forma de paz que podamos alcanzar. Se atribuye a Nietzsche aquello de que en tiempos de paz un guerrero se asedia a sí mismo.
Y Séneca, en sus Cartas a Lucilio, escritas en sus últimos años de vida, también seguía rumiando estos asuntos:
«Hay cosas que nos atormentan más de lo necesario; otras, antes de que sea necesario; y algunas, sin que sea en absoluto necesario. Aumentamos nuestro dolor; lo anticipamos; a veces, lo inventamos»
Muchas personas nos sentimos identificadas con Séneca. We feel you, brother.
Con la perspectiva que ofrece la biología evolutiva humana, todo cobra algo de sentido. Si anticipamos problemas es porque ello ayudó más a nuestros antepasados que no preocuparse por el futuro. Si nos angustiamos en exceso es porque sobrevivieron más quienes, llegado el momento de inquietarse por algo, se pasaron de la raya. Al fin y al cabo, el coste de quedarse corto una sola vez podía ser la muerte y, en consecuencia, dejar de transmitir esos «genes despreocupados», los cuales tendían a desaparecer.
Pero todavía hay más. No solo anticipamos dolores que no sabemos si llegarán. No solo agrandamos los problemas reales del presente. También traemos a nuestra memoria sucesos del pasado y les damos vueltas y más vueltas en un intento de sacar conclusiones de ellos, porque aquellos de nuestros ancestros que así lo hicieron vivieron vidas más largas y, por tanto, tuvieron más probabilidades de transmitir esos rasgos a las generaciones futuras. Aprender de los errores ayuda a sobrevivir y a tener descendencia.
En su recientemente publicado The Status Game, Will Storr tampoco nos da mucha esperanza de que alcanzar una serenidad mental definitiva sea posible:
«Estar vivo —y psicológicamente sano— supone ser vulnerable al cuento que nos dice que, con esa victoria en particular, con esa cumbre finalmente alcanzada, nos daremos por satisfechos. La paz, la felicidad y una quietud deliciosa serán nuestras. Por desgracia, se trata de un espejismo».
Da la impresión de que no hay final feliz. De que solo podemos disfrutar de la quietud brevemente. Porque, una vez una cumbre alcanzada, querremos coronar otra, y otra, siempre con la ilusión de que la hierba será más verde al otro lado de cada una de ellas. Parece que nunca estaremos completamente satisfechos y, sobre todo, que nunca lo estaremos durante mucho tiempo. Que mientras estemos mentalmente sanos querremos seguir jugando al juego de la vida, incluso aunque no conozcamos las reglas:
«Le pregunté a uno de aquellos hombres que adónde iban así. Me respondió que no lo sabían, ni él ni los demás, pero que evidentemente iban a alguna parte, porque les empujaba una irresistible necesidad de caminar».
(Fragmento del relato Cada cual con su quimera de Charles Baudelaire).
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Me gusta sentir que hacemos las paces con nuestra naturaleza. Gracias, Clemente.