LO QUE PODEMOS APRENDER DE LOS ERIZOS MUERTOS (1.ª parte)
SOBRE EL DESAJUSTE EVOLUTIVO Y SU ENORME PODER EXPLICATIVO DE ALGUNAS DE LAS COSAS QUE NOS PASAN
Eres un erizo.
Tú no entiendes nada de lo que voy a decirte —tu cerebro no ha evolucionado para escuchar historias—, pero eres una maravilla de la naturaleza. Deja que te cuente también que corre el año 1924 y que estás a punto de morir. Por suerte todo sucederá muy rápido y apenas lo notarás.
Pero, antes, viaja conmigo hacia atrás en el tiempo, verás.
Hace millones de años, algunos antepasados tuyos —vamos a llamarlos protoerizos—sufrieron ciertas modificaciones genéticas aleatorias (la entropía se ocupa de eso) y empezaron a desarrollar protopúas, las cuales les dieron ventaja con respecto a sus congéneres a la hora de sobrevivir.
Gracias a ellas los depredadores encontraban difícil comérselos, así que esos protoerizos tuvieron más opciones de llegar a viejos y de tener descendencia, porque no estar muerto es un buen primer paso para poder reproducirse.
A esa descendencia le transmitieron sus protopúas que —con el paso de mucho tiempo y por la selección natural de las más afiladas y resistentes— evolucionaron hasta convertirse en las púas que tú tienes hoy.
Sí, lo sé, si pudieras entenderme, seguramente dirías que esa historia suena increíble. Que he conseguido captar tu atención, pero que tengo demasiada imaginación.
Pues, espera, querido, no te vayas todavía, que falta lo mejor.
Aunque haya personas que no quieran aceptarlo (un día hablaré aquí sobre posibles razones por las que eso sucede), aunque esas personas se revuelvan y pataleen y arañen como un gatito panza arriba, resulta que la evolución por selección natural y por selección sexual no solo tiene algo que decir sobre las características puramente fisiológicas, sino también sobre los rasgos psicológicos y sobre la conducta de los animales. Sí, también del animal humano, ya que su cerebro, el órgano de la conducta, al igual que sucedió en el resto del reino animal, también evolucionó por selección natural y sexual. Cualquier hipótesis sobre la conducta humana sería incompleta si solo se apoyase en la evolución, pero también si la ignorase por completo, algo que suele ser terriblemente habitual.
Así que de aquellos protoerizos con protopúas sobrevivieron y se reprodujeron todavía más los que desarrollaron cierto comportamiento: convertirse en una bola; enroscarse.
Y ese comportamiento adaptativo ha llegado, tras millones de años, hasta ti, estimado Eri —permite que te ponga nombre, me estoy encariñando; aunque no debería, porque, ahora, al decirte lo que voy a decirte, sufriré contigo—.
Bueno, allá voy. Lo siento, Eri: en unos minutos, vas a reventar por dentro.
Como te dije, estamos en 1924. Se empieza a popularizar entre las clases pudientes un artefacto al que llaman vehículo. Ya sabes de que te hablo. Cuando llega hasta ti el sonido atronador de uno de esos armatostes, tú, con aparente buen criterio, instintivamente, te enroscas, protegido por tus púas.
¿Por qué ibas a hacer algo diferente, si les funcionó tan bien a los miles de generaciones que te precedieron?
Ay, Eri. En ocasiones anteriores, tuviste suerte: te quedaste inmóvil en puntos del camino por los que ninguna rueda pasó. Pero, hoy, querido, se te agotó la suerte. Hoy habría sido mejor que te hubieses quitado a toda prisa del medio.
Tú no tienes por qué saberlo, Eri, ni creo que te importe mucho, pero vas a morir víctima del desajuste evolutivo: tu hábitat ya no es el de tus ancestros; demasiadas carreteras cruzan tus campos.
(«Desajuste evolutivo» es el término usado en biología si una especie presenta rasgos adaptados a un entorno ancestral distinto al actual y si esos rasgos —que en su momento promovieron la supervivencia y reproducción— resultan hoy contraproducentes).
Adiós, Eri.
Pero basta ya de hablar de erizos. Hablemos de nosotros, humanos, antropocéntricos primates que somos.
[Me viene a la cabeza un viejo chiste: «Pero basta ya de hablar de mí, hablemos un poco de ti. Por ejemplo, cuéntame, ¿qué piensas de mí?»].
Al animal humano todavía le resulta extraordinariamente difícil admitir su naturaleza biológica, y, en particular, este hecho: que el órgano de nuestra conducta, el cerebro, al igual que los demás órganos, evolucionó en respuesta a las presiones del entorno de nuestros ancestros. Que la evolución esculpió nuestro cerebro del mismo modo que lo hizo con nuestros sistemas circulatorio o digestivo.
[Quizá tendría que aclarar que en el concepto de «entorno» se incluye, además del hábitat, la estructura social. El hábitat ha sido muy cambiante en nuestro navegar por este mundo. La estructura social, no: durante la inmensa mayor parte de nuestra historia evolutiva hemos vivido siempre en grupos de unas pocas decenas de individuos].
Una gran parte del mundo académico, de la antropología, de la sociología, de la psicología, de las ciencias sociales en general, sufre de biofobia: rechazo visceral a aceptar que la mente humana haya sido modelada por la evolución; rechazo visceral a aceptar que si las emociones universales existen es porque cumplieron para nuestros ancestros dos funciones adaptativas básicas: mantenerlos con vida y que se reprodujeran.
Y esas emociones universales son procesos biológicos, tan biológicos como lo es la digestión, solo que necesitan el funcionamiento de un órgano, el cerebro, más difícil de entender (por ser mucho más complejo) que el estómago.
Una de las lecciones más importantes de la biología evolutiva es que los organismos de hoy seguimos sintiendo con fuerza las necesidades que tomaron forma durante los miles de generaciones que nos precedieron. Y puede que buena parte de las miserias humanas —de nuestros problemas físicos, mentales y sociales— se deban a desajustes genéticos y conductuales con nuestros entornos actuales.
Porque, sí, la vida humana moderna está desajustada, en innumerables aspectos, con respecto a las características de los entornos en los que tuvo lugar nuestra evolución. Y las adaptaciones potenciales que nos habrían hecho más fácil la vida hoy no han podido seguir el ritmo frenético de nuestras sociedades y tecnologías. Rasgos que promovían la supervivencia en un contexto dado se han convertido en neutros o incluso en perjudiciales al haber cambiado nuestros entornos de forma vertiginosa.
El gran problema de la humanidad es éste: tenemos emociones del paleolítico, creencias e instituciones medievales y tecnología propia de dioses. Y esa es una combinación peligrosa.
La cita es del sociobiólogo Edward O. Wilson (fuente).
Como especie tenemos una inteligencia colectiva capaz de crear tecnologías propias de la ciencia-ficción. Pero parece que como individuos no somos tan emocionalmente inteligentes como para navegar felices por los mundos que esas mismas tecnologías nos crean: nuestros cerebros evolucionaron en unos entornos mucho más simples y no han tenido tiempo para adaptarse bien a nuevos contextos.
Y la sociedad moderna es extraordinariamente distinta a los hábitats de nuestro pasado, hábitats en los que evolucionaron nuestras adaptaciones. La mayoría de nosotros dedica buena parte de su tiempo a actividades que nada tienen que ver con las de nuestros ancestros: pocos de nosotros tenemos experiencia encontrando tubérculos, escapando de fieras, cazando y descuartizando presas, aniquilando a tribus rivales.
Por suerte, no somos erizos, sino animales capaces de razonar. Y entender cómo hemos llegado hasta aquí parece el primer paso lógico para cambiar lo que se pueda y se necesite cambiar. Homo sapiens sabe servirse de su inteligencia para no dejarse arrastrar por sus instintos y emociones ancestrales en aquellos contextos modernos en los que no le convenga que eso ocurra.
Ahora bien, es bastante probable que, si queremos estar sanos y ser razonablemente felices, debamos dedicar una parte de nuestras energías mentales a superar nuestros desajustes evolutivos.
Así que dejemos de parlotear desde la tribuna y bajemos al terreno de juego: ¿en qué ámbitos de la vida nos afectan a los humanos modernos los desajustes evolutivos?
(Continuará).
Próximo artículo: Lo que podemos aprender de los erizos muertos (2.ª parte). Sobre el desajuste evolutivo y su enorme poder explicativo de algunas de las cosas que nos pasan.
Leer artículos anteriores: ver archivo.
Escuchar artículos anteriores: archivo de audios.