Hemos vivido en tribus durante la inmensa mayor parte de nuestra historia: no es de extrañar que el tribalismo sea uno de nuestros instintos más enraizados y que pueda imponerse sobre cualquier otra cosa (incluso sobre el deseo de saber la verdad). Defender a nuestro grupo contra los grupos rivales es uno de los llamados universales antropológicos: un rasgo que forma parte intrínseca de la naturaleza humana y que se encuentra en todas las culturas conocidas.
Para bien y para mal, el pegamento que mantiene unidas a las tribus, tanto a las prehistóricas como a las actuales, es una idea muy simple: nosotros somos los buenos; ellos, los malos. Y, por desgracia, la cohesión de nuestros grupos se basa más en la repulsión que producen los enemigos que en el amor a los miembros del grupo propio. Quizá es por eso por lo que, en ausencia de tribus hostiles reales, las inventaremos. Siempre tendremos a mano un chivo expiatorio causante de todos los males.
Al parecer, los sesgos a favor del endogrupo y contra los exogrupos presentan sustratos neurobiológicos en muchos vertebrados: los humanos no somos los únicos, tampoco en esto. ¿Cuál sería la lógica evolutiva de la existencia de esos sesgos?
Que los individuos de grupos ajenos al nuestro pueden ser una amenaza para nuestros recursos, territorios o familia. Y que pueden también suponer un riesgo en el sentido de contagiarnos patógenos desconocidos para los cuales no estamos preparados. Así, tiene sentido que la selección natural premiase (con mayor supervivencia) a aquellos animales que presentasen una tendencia contra los individuos y grupos extraños y a favor de los propios.
La evolución nos hizo extraordinariamente cooperativos, pero también desconfiados de serie hacia quienes no eran «de los nuestros». El bebé que aprende a decir «nosotros» pronto aprenderá también a decir «ellos».
Muchos datos sugieren que el ser humano tiene esa propensión innata al tribalismo, es decir, a dividir el mundo en un «ellos» y un «nosotros». Y es una predisposición, por desgracia, capaz de secuestrar la capacidad de razonar incluso de las personas más inteligentes. De hecho, quizá el problema sea peor cuanto más inteligentes las personas. En su libro El animal moral, Robert Wright escribe:
«El cerebro humano es, en buena medida, una máquina de ganar discusiones, una máquina para convencer a otros de que está en lo cierto y, necesariamente, también para convencerse a sí mismo de ello. Es como un buen abogado: dada una serie de intereses que defender, se preparará para persuadir al mundo del valor moral y lógico de sus argumentos, sin importar si no tiene ni lo uno ni lo otro».
Y a ese abogado llamado cerebro es al que solemos poner a disposición de nuestros grupos para luchar contra los grupos rivales.
Porque, por otra parte, el sentido de superioridad moral es agradable, gratificante. Así que, en la edad moderna, mucha gente dedica buena parte de su tiempo libre a sumergirse placenteramente en las ciénagas del odio político. Homínidos de clanes rivales, separados por un río, que lanzan gestos provocativos y piedras virtuales desde sus respectivas orillas cibernéticas.
Muchos de los nombres y adjetivos que se escuchan y leen hoy por todas partes no sirven para capturar la esencia del mundo ni para tener una representación de la realidad lo más precisa posible, porque esa no es su función. ¿Y cuál es, entonces? Homogeneizar grupos. Demonizar a los rivales ideológicos y cohesionar a los nuestros.
Por desgracia, las palabras se usan cada vez más como simples armas fáciles de arrojar contra el enemigo. Históricamente, el «ellos» solía ser un enemigo externo. Pero, en las sociedades actuales, relativamente pacíficas, el enemigo ya no es tanto exterior, sino que está dentro: es quien piensa diferente. Y no parece un problema fácil de solucionar. Porque, además, como dice el psiquiatra español Pablo Malo en su libro Los peligros de la moralidad:
«Si les escuchas a “ellos”, eres sospechoso. Si les escuchas, podrías contagiarte de sus ideas patógenas. Y tu propia disponibilidad a escuchar indica que puedes ser desleal. Rehusar escucharles es una clara señal de identidad y de solidaridad con el grupo».
Tampoco parece un problema fácil de solucionar por otro motivo: porque no solemos reconocer nuestra tendencia al tribalismo. Es, de nuevo, la analogía del buen abogado. Los humanos solemos engañarnos a nosotros mismos sobre nuestros motivos e intenciones para poder convencer mejor a otros de que nuestros motivos e intenciones son dignos de admiración.
Y, desde luego, tampoco ayuda en nada ese erotismo con el que los nacionalismos y tribalismos varios visten el amor a la patria o a cualquier otro endogrupo. Amor más puro cuanto más inflamadas sean las palabras con las que se declara.
Nada de lo dicho hasta ahora implica que en el interior de los grupos reine la armonía. Al contrario: al parecer, las comunidades de cazadores-recolectores suelen acabar por dispersarse en grupos más pequeños no por razones ecológicas o de falta de recursos, como podría pensarse inicialmente, sino por conflictos sociales internos.
Lo cual es, por otra parte, compatible con la que se conoce como «hipótesis del cerebro social», del antropólogo y psicólogo Robin Dunbar: uno de los motivos principales por los que evolucionó la inteligencia humana fue para navegar en las pantanosas aguas sociales, más que para resolver problemas técnicos. Llegados a cierto punto de nuestra evolución, los peores peligros dejan de ser los predadores u otros elementos del entorno, y son los miembros del grupo propio (si éste crece lo suficiente) los que pasan a ser la mayor amenaza.
Y esto es algo que sigue sucediendo hoy: nuestra tribu política se volverá contra nosotros en cuanto expresemos una opinión que no le guste. (Así que, aunque por una parte nos aporte un sentido de pertenencia, en realidad, por otra, quizá seamos más que nada prisioneros de ella). Porque, además, parece inevitable que también acaben por entrar en juego las luchas internas por el estatus (del que ya hablé aquí).
Pero volvamos al tribalismo. Nos identificamos con ciertos grupos y experimentamos como propios sus triunfos y fracasos. La conexión emocional con ellos es una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza humana. ¿Tienen solución sus implicaciones indeseables?
En psicología suele estudiarse un tipo de sesgo de confirmación denominado «sesgo de mi lado» (“my-side bias”). La filósofa norteamericana Julia Galef, en su magnífico libro La mentalidad del explorador, redefine ese sesgo como «mentalidad de soldado».
Según ella, cuando se trata de política, nos comportamos como soldados que protegen sus creencias contra cualquier cosa que las ponga en peligro. Y las tratamos como si fueran posiciones militares a las que defender. Actuamos como soldados, y nuestros grupos son los ejércitos a los que pertenecemos. Si cambiamos de opinión en algo, eso es rendirse. Pero esa disposición mental no se detiene en el campo político. Si uno es fervientemente religioso, protegerá sus creencias mostrándose incrédulo ante cualquier información que dé mala imagen de su fe. Si se identifica como gran aficionado al ajedrez, será especialmente escéptico ante cualquier estudio que no hable de sus virtudes como actividad. Etcétera.
Si el objetivo es la verdad, la mentalidad de soldado no es la adecuada. Pero, recordemos: somos animales sociales que desean ser aceptados. Y una manera de serlo es compartir sin titubeos las creencias de nuestros grupos y las animosidades de esos grupos contra otros, independientemente de dónde se encuentre la verdad.
Lo que Galef propone es, en cualquier circunstancia, hacer el esfuerzo consciente por adoptar una disposición mental de explorador. Por aspirar siempre a la verdad. Por crear mapas mentales que sean todo lo precisos que nuestros cerebros puedan dibujar. Mapas correctos: eso es lo que necesitan los exploradores.
Porque, sí, es cierto, somos ese animal capaz de aniquilar uno a uno a todos los miembros de un clan rival.
Pero también somos el animal capaz de actuar racionalmente para el bien de toda la humanidad y que, en ocasiones, consigue deshacerse de la mentalidad de soldado y ver las cosas de otra forma (incluso aunque esa visión desafíe su identidad y no sea compartida por sus grupos).
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Una pregunta, Clemente. ¿Qué tan capaces crees que somos de cambiar nuestra programación? Podemos ser conscientes de ella, pero al parecer, comprender nuestras progamaciones no significa que podamos cambiar un montonón de años de evolución en el poco tiempo que tenemos para razonar sobre eso. ¿Esos sesgos cognitivos son como estornudar?, podemos comprenderlo, pero siempre lo haremos al tener el estímulo. Como siempre, un gustazo leerte.