«Miedos preciosos, que a veces nos salvan la vida. Miedos dolorosos, que nos golpean en la carne. Miedos embusteros, que nos limitan la libertad».
Christophe André es psiquiatra y un reputado experto en miedos: estuvo toda una vida dirigiendo la unidad especializada en tratarlos del hospital Sainte-Anne de París.
En 2005 publicó un libro magnífico (al que pertenece la cita anterior), titulado Psicología del miedo. Temores, angustias y fobias, que sintetiza el conocimiento científico sobre el tema. André habla en él sobre el origen evolutivo del miedo. Sobre por qué algunas personas sufren de temores excesivos, limitantes, que condicionan extremadamente sus vidas. Y, lo más importante para esas personas, habla sobre cómo superarlos: cómo distinguir entre miedos amigos y miedos enemigos (y cómo aprender a desobedecer a estos últimos).
Respecto al origen del miedo —que compartimos, como tantas otras emociones, con el resto de animales—, parece relativamente claro. Las reacciones fisiológicas generadas por el peligro que vivían a diario nuestros antepasados fueron completamente adaptativas, imprescindibles para su supervivencia. Quienes no sufrieran aceleración del ritmo cardiaco y segregación de cortisol y adrenalina ante, por ejemplo, la visión de una fiera difícilmente pueden ser nuestros ancestros, porque no llegaron a transmitir sus genes. Sí lo son quienes experimentaran el estrés intenso de esas situaciones de huida o lucha.
Así que nunca podremos eliminar todos nuestros miedos, pues nos convertiríamos en piedras. La mayoría de ellos son necesarios, tan necesarios como los elementos de nuestro sistema digestivo, como cabría esperar del hecho de que son fruto de la evolución.
Pero sí podemos tratar de entenderlos. Para retomar el control de aquellos que se pasen de rosca. Para rebajar la tiranía de sus efectos.
De acuerdo: el miedo, aunque desagradable de experimentar —como muchas de nuestras emociones—, es adaptativo, es decir, nos ayudó y nos ayuda a seguir vivos. Pero ¿por qué nuestros miedos se desajustan?
André responde a esa pregunta con una analogía entre el miedo y la tos.
La tos, en principio, nos protege, ya que impide la entrada de cuerpos extraños en los pulmones. Pero un ataque de asma provocado por un miligramo de polen es una alarma inútil y con grandes riesgos. No hay peligro en ese polen: el problema en este caso es que el sistema de defensa está mal calibrado y reacciona en exceso. La tos agotadora y los problemas para respirar de quien sufre una crisis de asma no son útiles, sino contraindicados.
Lo mismo pasa con muchos temores.
Los miedos nos salvan la vida, pero si se disparan con umbrales de peligrosidad muy bajos, convirtiéndose en patológicos, también nos la pueden arruinar. Un miedo normal pasa a ser patológico cuando el desencadenante no justifica la intensidad del miedo, cuando aparece con mucha frecuencia y cuando hace que disminuya la calidad de vida de quien lo sufre.
¿Cuál puede ser el origen de las distintas sensibilidades al miedo?
José Antonio Marina, filósofo —y gran experto en miedos, según sus propias palabras, por haberlos vivido todos— responde a esa pregunta, y a otras muchas, en otro gran libro: Anatomía del miedo. Un tratado sobre la valentía.
Por un lado, la experiencia: cualquiera que haya sufrido sucesos traumáticos tendrá la tendencia a sentir pavor a que esos sucesos se repitan. Como muchas otras cosas, los miedos se aprenden, ya sea por experiencia directa, por condicionamiento o por imitación.
Por otro, la herencia: el miedo también se hereda. Los humanos, como el resto de animales, tenemos la tendencia a sentir temor ante las mismas situaciones que pusieron en peligro la supervivencia de nuestros ancestros. Pero algunas personas tienen una predisposición genética a sentir más miedo que otras ante los mismos estímulos.
Hay personas valientes, personas que, como decía Rilke al pensar en su madre, parecen conocer «el secreto de todos los ruidos». Y hay personas que se sentirán más próximas a lo que cuenta Kafka en este fragmento de sus diarios:
«En el bastón de Balzac se leía esta inscripción: “Rompo todos los obstáculos”. En el mío se lee: “Todos los obstáculos me rompen”».
Tener miedo es necesario para sobrevivir, cierto, pero ser capaz de modularlo es imprescindible para tener una buena vida.
Y eso ¿cómo se consigue?
No se puede elegir sentir miedo o no sentirlo. Sin embargo, sí se puede elegir entenderlo. Pero entenderlo para prepararse a actuar mejor contra él después. Porque el análisis de lo que nos angustia, por sí mismo, no basta. Es necesario, siempre, como insistía a menudo Albert Ellis, uno de los padres de la terapia conductual:
«Actuar, actuar, actuar contra mis ansiedades. Cuantas más acciones emprenda en relación con mis temores, menos tiempo y energía malgastaré obsesionándome con ellos».
Pero, antes de actuar, es cierto que la comprensión del miedo es necesaria y podría decirse que forma parte de la acción contra él. No se dan casos de fobias a las cortinas o a los rotuladores. Un peligro potencial, aunque sea mínimo, es indispensable para el desarrollo de una fobia (serpientes, ratas, alturas, tormentas, oscuridad, juicio de los demás, gente desconocida…), y nuestros ancestros ya sentían esos pánicos. Entender ese componente evolutivo es un buen primer paso.
Cuando eso no basta, las psicoterapias cognitivo-conductuales, esas grandes modificadoras de la arquitectura de nuestro cerebro, han mostrado eficacia en el tratamiento de muchas fobias. Gracias a ellas, se puede aprender a diferenciar entre miedos amigos y enemigos y, sobre todo, a rebelarse contra estos últimos.
Y, por supuesto, amén del auxilio de la medicación adecuada, ahí están también los distintos tipos de relajación y meditación para ayudarnos contra el miedo y toda su familia de desajustes: fobias, ansiedad, estrés postraumático… Si se toma la decisión firme de no recular ante nuestros miedos, suelen ser ellos los que acaban por hacerlo.
En resumen: la evolución nos ha predispuesto a sentir miedo ante ciertos estímulos que ponen en riesgo nuestra existencia. En su presencia, nuestros “circuitos cerebrales del miedo” se activan. Los azares de la genética y de la historia vital hacen que algunas personas sientan esos miedos con más fuerza que otras. Por suerte, en el siglo XXI esas personas cuentas con herramientas que les permiten superarlos o, como mínimo, modularlos hasta hacerlos llevaderos.
Y a quienes tengan la suerte de no necesitar esas herramientas —pero quieran un modelo del que poder echar mano en momentos puntuales— siempre les quedará Flaubert:
«Valor no tengo, pero actúo como si lo tuviera, porque quizá venga a ser lo mismo».
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Cuando tenía ocho años, en el colegio un amigo llevó una tarántua de goma negra, no era para nada realista. Los "pelos" eran pequeños cilindros de goma y los ojos estaban pintados de color blanco. Como dije, para nada realista, se veía desde lejos que era un muñego de goma sin ninguna pretención de hacerlo pasar por algo real. Sin embargo me aterraba. No podía acercarme y la sola idea de que alguien lo notara y me la acercara por maldad me preocupaba de manera asumamente angustiante (sabemos que los niños no sienten piedad en esas cosas). Así que decidí actuar con valentía, mostrar indiferencia ante tan burda imitación, rogando que nadie intentara acercármelo ni de casualidad. A esa corta edad aprendí que el miedo a veces no tiene sentido (objetivamente hablando) ¿Qué daño me podría hacer una muñeco de goma que simulaba de muy mala manera ser una tarántula? Esa idea la he llevado toda la vida conmigo. El miedo es a veces un enemigo demasiado poderoso. Aún me aterran las arañas, sin haber tenido ninguna experiencia traumática, y no sé por qué razón también me fascinan. Gracias por tu artículo Clemente.