Pequeña síntesis de algunas de las cosas que sabemos sobre los dioses y su relación con Homo sapiens:
Nosotros hemos inventado a los dioses. Lo cual quizá no anule la posibilidad de que algunos de ellos existan (dejo que sean los filósofos quienes lo debatan). En todo caso, lo llamativo es que, a pesar de que sucede lo mismo con los elfos o las hadas madrinas —que nosotros los inventáramos no implica necesariamente que no existan—, no por ello se cree masivamente en su existencia. Parece claro: los dioses ofrecen algo que los demás frutos de la imaginación humana no hacen.
Los dioses y las religiones mutan y evolucionan con el tiempo. Y se puede seguir un hilo que nos hace viajar milenios hacia los orígenes de algunos dogmas actuales. Miles de millones de individuos, en cualquier lugar del mundo, creían y creen en los relatos de sus ancestros sobre ángeles, demonios, dioses, almas, karmas, milagros, cielos e infiernos. Los cuentos de nuestro pasado son las religiones del presente.
La cantidad de pruebas o de indicios razonables de que alguno de esos dioses exista es cero. Pero la creencia en ellos no tiene su razón de ser en la razón, si me permiten el juego de palabras, sino en la emoción.
La imaginación, tan poderosa, es capaz de conseguir que esos entes les parezcan a muchos tan reales como el paisaje que contemplan o la sandía que se están comiendo. (Si a esa capacidad innata de imaginar le añadimos el adoctrinamiento infantil, en ocasiones despiadado, el cóctel está servido).
Todo lo que sabemos sobre el mundo indica que las afirmaciones anteriores son ciertas. Nada de lo que sabemos sugiere que alguno (o algunos) de esos dioses sea real. ¿Por qué, entonces, tanta gente sigue creyendo en ellos?
Supongo que hay muchas respuestas posibles y válidas a la pregunta anterior (las creencias y conductas suelen ser multicausales). Aquí van las mías.
La creencia de que los dioses son reales sigue brindando, a mucha gente, un gran poder reconfortante ante la muerte: les suaviza un miedo atávico (a la desaparición propia y a la de seres queridos) que ninguna otra cosa consigue aplacar.
«Hay dos cosas a las que no se puede mirar fijamente: el sol y la muerte».
François de La Rochefoucauld. Máximas, 1665.
Por otra parte, los dogmas religiosos, al igual que el resto de creencias mágicas y supersticiones, siguen teniendo hoy un gran poder de atracción porque ofrecen una especie de refugio mental frente a la frustrante complejidad de la realidad.
Intuyo que también tendrá mucho que decir en todo esto el siempre presente antropocentrismo, esa idea de que estamos en el centro de todo, tan difícil de superar, y no solo en cuanto a asuntos religiosos se refiere.
No subestimemos el poder, también en estas cuestiones, del sesgo de confirmación, que todos sufrimos. El término es relativamente moderno, pero pocas definiciones más precisas y cautivadoras que la que ya dio Schopenhauer en 1851 en su clásico Parerga y Parlipómena:
«Una hipótesis que hayamos concebido nos da ojos de lince para todo lo que parezca confirmarla, y nos vuelve ciegos para todo lo que la contradiga».
Dado el estado actual del conocimiento, a muchos nos parece difícil de entender que tantas personas (hablo ahora de países no-teocráticos) sigan teniendo la misma fe religiosa que se tenía en el pasado. Pero la capacidad de autoengaño es uno de los rasgos más universales y poderosos. Y a nadie engañamos con sutilezas tan finas como a nosotros mismos.
En los países teocráticos, no hay mucho que divagar: el adoctrinamiento es feroz. Cuando tu vida depende de que creas lo que el grupo y sus líderes te dicen que tienes que creer, es bastante más probable que acabes por creerlo sinceramente.
Lo dicho en el párrafo anterior también es aplicable a situaciones en las que, aunque se viva en un país aconfesional, la presión familiar abruma y acorrala. El chantaje emocional familiar (o las amenazas, directas o veladas) puede ser brutal.
Si adoptamos una perspectiva evolutiva, hemos de tener en cuenta que la fuerza motriz de la selección natural no es la verdad, sino la supervivencia (y el éxito reproductivo). Siendo todo lo demás igual, es más adaptativo creer cosas ciertas, porque una percepción real es mejor que una alucinación, pero no siempre todo lo demás es igual…
Históricamente, los individuos hemos sido aceptados o rechazados por nuestras tribus (fundamentales para nuestra supervivencia) en función de que nuestras creencias coincidiesen o no con las comunitarias. Por ello, no es descabellado suponer que, como una de las funciones de la mente, haya evolucionado el sostener, tanto o más que creencias verdaderas, creencias que procuren a quien las sostenga el mayor número posible de protectores, de aliados, de discípulos. Nuestros cerebros fueron moldeados por la evolución para la supervivencia y el éxito reproductivo, no para la verdad. En muchas ocasiones la verdad es adaptativa (mejor saber con certeza si esas setas son venenosas); en otras, no.
Porque, además, cualquiera puede creer en cosas ciertas, pero creer en sinsentidos es una demostración inequívoca de lealtad al grupo. Seguramente el papel evolutivo de las creencias religiosas no es representar fielmente la realidad, sino cohesionar grupos. La creencia en los mismos mitos cumple una función de uniforme invisible y de pegamento para la cohesión social.
Otra causa a añadir a la lista es lo que en psicología y economía se conoce como el problema del coste irrecuperable (o coste hundido), que podría resumirse así: tenemos una tendencia casi incontenible a seguir con cualquier cosa a la que hayamos dedicado mucho esfuerzo, dinero o tiempo. Ya antes de que esa manera de definir el problema se popularizara, Carl Sagan, en su libro de 1995 El mundo y sus demonios, nos explicó el asunto de forma extraordinaria, casi lírica:
«Una de las lecciones más tristes de la historia es que, si se está sometido a un engaño demasiado tiempo, se tiende a rechazar cualquier prueba de que es un engaño. Encontrar la verdad deja de interesarnos: el engaño nos ha engullido. Simplemente, se nos hace demasiado difícil reconocer, incluso ante nosotros mismos, que hemos caído tanto tiempo en el engaño».
Para cerrar donde empecé, dada su importancia, vuelvo a la primera de las causas de esta rápida lista sobre por qué las creencias religiosas siguen tan vivas: la religión niega la muerte. Alguien dijo alguna vez que si fuésemos inmortales los dioses no existirían: ¿para qué, si no íbamos a conocerlos?
Yo creo que sí seguirían existiendo, porque los humanos todavía sufriríamos penurias varias (algunas, autoinflingidas), y porque, dado que parece que somos incurablemente supersticiosos, seguiríamos necesitando amigos celestiales a los que dirigir nuestras peticiones. Sí, incluso inmortales, habríamos imaginado dioses. Aunque probablemente serían diferentes.
Pero como la realidad es que somos seres fugaces, fenómenos efímeros, este fragmento del Viaje al fin de la noche (1932) de Louis-Ferdinand Céline, tan descarnado, sigue y seguirá vigente:
«La muerte es la verdad del mundo. Hay que elegir: morir o mentirse».
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La capacidad de autoengañarnos es sublime. Tomemos el fenómeno de la "suspensión de la incredulidad". Nos pasa cuando estamos leyendo un libro, viendo una telenovela o alguna película donde sabemos a ciencia cierta que es un cuento, una actuación. Pero igual dejamos ese pensamiento a un lado y lo asumimos como real, tanto que sentimos muchas emociones distintas al disfrutarlo. Suspendemos la incredulidad para vivir la historia como si fuese real. Nos pasa todos los días, y lo disfrutamos. No sería extraño que muchas personas hicieran eso con los cuentos que les hicieron vivir desde su niñez.
Como siempre un gustazo leerte, Clemente.
¿El subrayado en negrita es suyo o venía ya con el texto? (Perdón, es que no me gustan aunque sí me gustan los libros de segunda mano subrayados, pero no con boli)
Luego, también hay religiones sin dioses, entre ellas está el budismo, porque no puede creer en algo que no esté sujeto a la cadena de causas y efectos, algo inmutable que no muere, para el budismo eso no existe. Todo es impermanente, sujeto al cambio constante.