Derribemos mentalmente la fachada de un edificio. Atravesemos con rayos visuales de semidiós las paredes frontales de cada apartamento.
(Paréntesis para quien, como yo, creciera en la España del historietista Ibáñez: sí, exacto, un edificio a la manera de 13, Rue del Percebe).
Veamos qué podemos fisgonear en la vida de esa gente.
1.ºA: un joven ve porno en su portátil.
1.ºB: una preadolescente comprueba la aceptación de su último vídeo en TikTok.
2.ºA: un matrimonio mayor sigue en la televisión un programa de cotilleo, uno de esos de duración eterna.
2.ºB: dos compañeras de piso escuchan las noticias del día en el canal 24Horas.
Algunas de esas personas, además, aunque ya cenaron, siguen comiendo: helado de chocolate, tarta de queso, una bolsa de patatas fritas…
¿Qué tienen en común las bolsas de patatas, los telediarios, los programas de cotilleo, TikTok y el porno?
Que todos ellos son «estímulos supernormales», también llamados «estímulos supranormales» o «superestímulos».
¿Y los personajes de nuestra versión de 13, Rue del Percebe? ¿Qué tienen ellos en común? Respondo en forma de trabalenguas: a todos les están tocando teclas ancestrales. Todos están recibiendo toques invisibles en botones atávicos de la naturaleza humana.
Viajemos hacia atrás en el tiempo. Años cincuenta del siglo XX.
El zoólogo neerlandés Nikolaas Tinbergen y sus estudiantes trabajan con peces espinosos. Los machos de esa especie tienen una barriga de color rojo brillante. Incluso en acuarios, delimitan territorios y atacan a otros machos que intentan entrar en ellos.
Para estudiar su conducta, Tinbergen introduce en el agua peces falsos de madera (por conveniencia, por ser más fáciles de manipular que peces muertos). Pues, bien, pronto se da cuenta de que el estímulo que genera los ataques es el color rojo de los vientres. Porque, si los peces de madera no los tienen pintados, los peces reales no muestran ninguna reacción.
Por el contrario, esos machos desorientados sí inician ataques contra los objetos más inverosímiles, a condición de que los objetos tengan los vientres de color rojo.
Tinbergen bautiza esas barrigas falsas, rojas y ultrabrillantes como «estímulos supernormales».
Y rápidamente comprende que no es difícil crear tales estímulos. Sustituye huevos de ganso por pelotas de voleibol. Polluelos de distintas especies ignoran a sus progenitores si se les presentan picos falsos con rasgos más acentuados. Etcétera.
La conclusión que él y su equipo sacan es que, en todo el reino animal, es posible secuestrar la conducta natural mediante estímulos artificiales diseñados para ser desmesuradamente atractivos. Que cuando exageras el estímulo también obtienes una respuesta exagerada, a veces en detrimento del propio animal.
Y eso es lo que lleva décadas haciendo, con el animal humano, el propio animal humano. Porque los instintos pueden ser manipulados en el laboratorio. Sí, sí, los nuestros también. De hecho, probablemente somos las únicas criaturas que crean sus propios estímulos supernormales.
Así que lo que les ocurría a aquellos cándidos pececillos también les pasa a los personajes de nuestro edificio...
Empecemos con el superestímulo común a varios de los apartamentos, las patatas de mil sabores: deliciosa sinfonía de grasas, sales y saborizantes diseñada para cautivar y nunca saciar.
Durante cientos de miles de años, nuestros cerebros evolucionaron para salivar con fruición ante la comida muy calórica, muy sebosa, con muchos azúcares. No siempre se presentaba la oportunidad de comer grasas o miel, por ejemplo, así que aquellos homínidos que desarrollaran un placer especial ante esos alimentos tuvieron más probabilidades de sobrevivir y de tener descendencia. Y esos genes han llegado hasta nosotros.
Los fabricantes de comida basura, para convertirla en muy adictiva, han aprendido a alterarla de manera parecida a los creadores de drogas de diseño. Al proceso lo llaman “optimización del alimento”. Tanto el carácter concentrado de los productos como la absorción rápida aumentan sus efectos en nuestro sistema cerebral de recompensa.
En la televisión del 2.ºB, recordemos, dos amigas están viendo el telediario.
Sí, también los noticieros son superestímulos. Durante milenios, los humanos hemos desarrollado un especial interés por un tipo concreto de información: aquello que nos puede matar. Tiene mucho sentido adaptativo que prestemos atención más urgente a las amenazas que a las oportunidades: primero, sigamos vivos; después, el aburrimiento ya nos hará buscar pastos más verdes.
Y de eso se aprovechan las cadenas, cuyo objetivo no es nuestro bienestar, sino tener audiencia. Así, los noticieros, omnipresentes, se han convertido en selecciones no aleatorias de las peores cosas ocurridas en el mundo en las últimas horas. Y el consumo constante de esa información es un generador inmisericorde de ansiedad y de depresión, amén de hacernos tener una visión distorsionada del mundo contemporáneo, el cual, lejos de ser perfecto, no es tan malo como nos pintan, si lo comparamos con los mundos de nuestros antepasados.
2.ºA: chismes y más chismes.
En el curso de nuestra historia evolutiva, saber quién devuelve los favores, quién no se comporta conforme a las normas grupales, quién no se lleva bien con quién, quién está enamorado de quién, fueron conocimientos valiosísimos. Quienes contaran con esa información, quienes supieran nadar bien en las aguas sociales de su tribu, tuvieron más probabilidades de tener descendencia y, por tanto, de transmitir su carácter chismoso, tanto por vía genética como cultural.
Para nuestros ancestros, toda información social fue vital. Como resultado, los humanos modernos, en promedio, somos bastante cotillas. Y ahí tenemos a nuestro matrimonio, delante de su televisor, enfadándose con aquella y tomando partido por el de más allá, como si se tratara de personas de su aldea.
En el 1.ºB, el cerebro en formación de nuestra pobre preadolescente se enfrenta, en solitario, a muchos de los cerebros adultos más inteligentes del planeta. Adultos cuyo trabajo es que ella —y cientos de millones de personas más— pase cuantas más horas mejor en su red social. Sí, al igual que existe un trabajo llamado “optimizador de alimentos”, existe otro que consiste en “optimizar” redes sociales.
Nuestra chiquilla, a la que le gusta gustar (un deseo humano universal a cualquier edad, pero especialmente en la adolescencia), que solo quería saber si su último vídeo fue bien acogido, lleva horas siendo víctima del scroll infinito, de esa necesidad artificial de seguir mirando que las redes sociales provocan en nosotros. No nos engañemos: dominan el arte de captar y secuestrar nuestra atención para poder venderla a sus anunciantes.
1.ºA: un joven navega por páginas porno.
Quizá él no lo sepa, pero la evolución le ha predispuesto a responder de forma instintiva a los estímulos procedentes de hembras reales, no para excitarse ante los píxeles de una pantalla. Y, sin embargo, el porno, moderno estímulo supernormal, lo consigue. Respetemos su intimidad, dejémosle con su contemplación atónita de implantes mamarios (efectivamente, esos implantes son otro estímulo supernormal).
Y, con su permiso, aquí acaba por mi parte el fisgoneo en vidas ajenas. Porque mi deseo de reconocimiento y mi afán moralizante me empujan a avisar rápidamente en redes sociales de que acabo de publicar este artículo.
Próximo artículo: Lo que podemos aprender de los erizos muertos (1.ª parte).
Sobre el desajuste evolutivo y su enorme poder explicativo de algunas de las cosas que nos pasan.
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Si no son los múltiples libros,novela,ensayo etc son las redes sociales,la cuestión es mantenernos activos🤣compartido.